viernes, 30 de marzo de 2018

Felipe II, Cartas a sus hijas desde Portugal


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Escribe nuestro conocido Louis-Prosper Gachard: «En el mes de octubre de 1867 visitaba yo los Archivos reales de Turín, uno de los más ricos y valiosos depósitos de Italia. Entre diferentes series de documentos que atrajeron mi atención, hubo una con la que mi curiosidad fue particularmente excitada: era una colección de cartas autógrafas de Felipe II dirigidas a sus hijas las infantas Isabel y Catalina, que, conservadas cuidadosa y piadosamente por la más joven de estas princesas, llegaron así a los archivos de la casa de Saboya. Innumerables escrituras y despachos de Felipe II han salido a la luz, pero no se conocía ninguna carta a sus hijas. No existe ninguna en los Archivos reales de Simancas. La Biblioteca Nacional de Madrid, la del Escorial, tampoco conservan una sola. Y lo que da valor a esta correspondencia, es que si bien no queda mucho por averiguar sobre el carácter y la política del hijo de Carlos V, no podemos juzgar sus sentimientos como padre más que por su conducta hacia Don Carlos; lo que estaba lejos de dar ninguna idea favorable sobre aquellos, a pesar de las extravagancias a las que se había entregado el infortunado príncipe. Estas son las razones que me decidieron a tomar copia de esta correspondencia y que me compromete hoy a presentarlo al público.»

Las cartas se redactan durante la estancia de Felipe II en Portugal para tomar posesión del reino que hereda, en último como consecuencia no muy tardía (un par de años) del desastre del rey Sebastián en Alcazarquivir. Continúa Gachard: «No se espere encontrar, en las cartas de Felipe II a sus hijas, revelaciones sobre los acontecimientos y sobre los hombres que ocupaban los pensamientos del monarca. Son cartas íntimas, de puro pasatiempo si se me permite expresarme así, entre un padres y sus niñas: y pueden parecer nada más que una curiosidad respecto a la opinión anterior que se posee sobre aquel que las escribió. Los acontecimientos públicos ocupan poco espacio en esta correspondencia. Apenas podemos citar, a este respecto, la carta del 1 de mayo de 1581 en la que Felipe II informa a las infantas de la ceremonia en la que las Cortes del reino de Portugal, reunidas en Tomar le han reconocido como soberano; la del 10 de julio del mismo año donde cuenta que acaba de enviar a las Terceras, tras pasarle revista, una flota con dos mil soldados para luchar contra los partidarios del prior Don Antonio; la del 3 de enero de 1582, donde les cuenta como las Cortes, reunidas en Lisboa, han jurado al príncipe Felipe, quien se se ha convertido en su heredero por el fallecimiento del príncipe Don Diego.

»Felipe II se preocupa especialmente de mantener informadas a sus hijas de todo aquello que afecta a su persona y del modo como emplea el tiempo que no consagra a los asuntos del Estado. Los detalles que les da sobre sus excursiones de Almada a Lisboa en el mes de junio de 1581, de Lisboa a Cascaes y a Cintra en los últimos días del mes de septiembre del mismo año, no dejan de resultar interesantes. Nadie se sorprenderá de sus visitas a iglesias y monasterios, de su participación en las ceremonias religiosas, que suponen uno de los principales asuntos de su correspondencia. Se observa que es muy estricto en la observación de los ejercicios de piedad, aunque llegue a dormirse cuando los sermones son excesivamente largos (…) No se olvida de las corridas de toros: la propia plaza donde se alza su palacio le sirve de coso; los habitantes de la capital de Portugal no disfrutan menos con estos espectáculos que los madrileños. Felipe II relata además a sus hijas muchas otras cosas (…) Pero en todo lo anterior no reside el verdadero interés de estas cartas. Lo que se descubrirá es la ternura que testimonia a sus hijas, la preocupación por su bienestar, por todo aquello que les pueda satisfacer; en una palabra, sus sentimientos como padre. En este sentido, como ha dicho M. Henry Trianon, estas cartas revelan un Felipe II totalmente novedoso.»

Publicamos esta correspondencia a partir de la edición de M. Gachard de 1884. Sustituimos su extensa e interesante introducción, por la reseña que el mismo año realizó Antonio María Fabié en el Boletín de la Real Academia de la Historia.


Alonso Sánchez Coello, Las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, Museo del Prado

viernes, 23 de marzo de 2018

Louis-Prosper Gachard, Don Carlos y Felipe II


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Escribe Manuel Fernández Álvarez, en Felipe II y su Tiempo (Madrid 1998): «El año 1568 está marcado a sangre y fuego en la biografía de Felipe II. Es el annus horribilis, tanto por lo que hace a los sucesos de la Monarquía como a los avatares familiares. De pronto se encienden los dos focos de la gran rebelión, en el Norte y en el Sur, ambos con connotaciones religiosas, aunque de muy dispar signo como el que va del cristianismo ―según la reforma de Calvino, que empezaba a ganar tanto terreno en los Países Bajos en la década de los sesenta― a lo musulmán, con tantas raíces en el reino granadino (…) Y en ese mismo año, tan cargado de problemas en el cuerpo de la Monarquía, es cuando se producen las muertes del príncipe don Carlos y de la reina Isabel de Valois; esto es, del Príncipe heredero y de la esposa del Rey. Dos muertes que no tendrían entre sí nada en común, salvo el hecho de su estrecha conexión con el monarca, pero que darían pie a la más formidable propaganda antifilipina y precisamente desencadenada por la principal figura de la revuelta flamenca: el príncipe Guillermo de Orange.»

Y más adelante: «Estamos ante uno de los acontecimientos de mayor relieve en la historia de España, de los que más han sido divulgados dentro y fuera de nuestras fronteras, con hondo eco en las artes y en las letras, en especial en el teatro y en la ópera, gracias sobre todo al genio de Schiller, en Alemania, y de Verdi, en Italia; no olvidemos que el Don Carlos, de Verdi, sigue representándose, año tras año, en los grandes teatros de ópera de todo el mundo occidental. Y dado que en ese teatro y en esa ópera se distorsiona el pasado histórico, cabría preguntarse si con el tema de Don Carlos nos encontramos ante una de las piezas clave de la leyenda negra antifilipina, y aun si de ella se desprende una descalificación no ya sólo del propio Rey, sino también del mismo pueblo español, junto con otros brochazos dados a ese cuadro de la leyenda: los horrores de la Inquisición, los atropellos de los conquistadores y los desmanes de los tercios viejos en Europa.» Y el maestro Fernández Álvarez continúa analizando magistralmente el caso de Don Carlos y su repercusión.

Pero lo que aquí nos ocupa es comunicar la obra del gran historiador belga Louis-Prosper Gachard (1800-1885), su Don Carlos y Felipe II, que en 1863 se publicó tanto el original francés como una traducción española a veces algo apresurada. En opinión del historiador que hoy nos guía, «el mejor libro escrito sobre el tema», aunque en ocasiones discrepe de algunas de sus conclusiones. Nos lo presenta así: «… el gran historiador belga que había escrito páginas tan admirables sobre Carlos V. Investigando no sólo en Simancas, sino también en los archivos belgas, publicaría a mediados de siglo su voluminosa obra: Correspondence de Philippe II sur les affaires des Pays-Bas (Bruselas, 1848-1879, 5 vols.), completada después con otro libro suyo: Correspondance de Marguerite d'Autriche avec Philippe II (1559-1565) (Bruselas, 1887-1891, 3 vols., en parte extractos del anterior). Y sería Gachard el que resultara recompensado por su infatigable labor investigadora con el hallazgo más notable sobre la personalidad de Felipe II: las cartas del Rey a sus hijas, escritas durante su estancia en Portugal entre 1580 y 1583, encontradas casualmente en el Archivo de Turín: Lettres de Philippe II à ses filles les Infantes Isabelle et Catherine écrites pendent son voyage en Portugal (1581-1583) (París, 1884).»


Antonio Gisbert, Últimos momentos del príncipe Don Carlos (1858)

viernes, 16 de marzo de 2018

Felipe II rey de Inglaterra. Documentos (1554-1557)


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Juan de Mariana, en la Historia General de España: «La nueva reina de Inglaterra estaba deseosa de asegurar aquel reino, y para esto tomar por marido persona de valor y fuerzas; pareció que ninguno podía ser más a propósito para lo que pretendía que el príncipe de España don Felipe, al cual el emperador, su padre, a postrero de octubre del año pasado había nombrado por rey de Nápoles y duque de Milán. Hechos los conciertos, pasó el príncipe a Inglaterra, donde se celebraron las bodas en la ciudad de Vintonia, a 25 de julio, el mismo día de Santiago. Hallóse presente el cardenal Reginaldo Polo, enviado por legado del pontífice por ser de la real sangre de Inglaterra y de vida muy santa, con pretensión de reducir, como lo hizo, y reconciliar aquel reino con la Iglesia romana.»

Modesto Lafuente, en su homónima Historia General de España: «Trataba ya Carlos de casar otra vez a su hijo. Inclinábase Felipe a la infanta doña María de Portugal, hija del rey don Manuel y hermana de la emperatriz su madre. Mas como este matrimonio no se efectuase a causa del inmediato deudo que entre los dos había, se pensó en otro de más importancia para el engrandecimiento de Castilla, en el de María de Inglaterra, heredera de la corona de Eduardo VI. Este casamiento no podía ser sino puramente político y de cálculo, porque ni la edad de la princesa, que frisaba ya en los treinta y ocho años cuando Felipe no había cumplido aún los veinte y siete, ni su carácter y figura la hacían a propósito para inspirar una pasión amorosa. Pero Carlos en los últimos años de su imperio no pensaba más que en el acrecentamiento de sus estados y en el engrandecimiento de su hijo; y Felipe, que tampoco carecía de ambición, no dudó sacrificar los afectos de hombre a los cálculos de rey (1553); y llamarse rey de Inglaterra y unir este reino a tantos otros como estaba llamado a heredar era cosa que lisonjeaba grandemente al padre y al hijo. Halagaba a María la idea de tener un marido joven, heredero de tan grandes estados, y descendiente de su misma familia de España; y el catolicismo de Felipe y su devoción que para otros era un defecto, era para María, católica y devota como él, una recomendación y un aliciente. Así, cuando a la muerte de su hermano Eduardo heredó el trono de Inglaterra, a las embajadas e instancias que con este motivo se apresuró a enviarle y hacerle Carlos V contestó la reina María muy favorablemente, y mostrando en ello la mayor satisfacción, en términos de ajustarse muy pronto las capitulaciones, y escribir a Felipe, tanto los encargados de negociar el contrato como el emperador su padre (enero, 1554), que viese de acelerar todo lo posible su ida a Inglaterra.»

Rafael Altamira, en su Historia de España y la civilización española: «La viudez de Felipe hizo posible la combinación que años más tarde llevó a cabo el emperador, casando nuevamente a su hijo con la reina de Inglaterra, María, hija de Enrique VIII y de la infanta española Catalina. La opinión general del pueblo inglés no era favorable a una alianza con España, y, además, el fuerte partido protestante que allí se había creado, necesariamente tenía que ser hostil al cambio de política que aquel matrimonio suponía, aunque la reina fuese ya de suyo ardiente católica y tan dispuesta a rectificar lo hecho por su padre, que había acudido a los medios violentos para reducir a los protestantes. Felipe vivió algún tiempo en Inglaterra y se esforzó en hacerse agradable al pueblo, conquistando, efectivamente, algunas simpatías entre los nobles. El parlamento inglés aprobó (Octubre de 1554) la sumisión al Papa, y la nobleza prestó juramento, de rodillas, ante los reyes. Pero el matrimonio de Felipe y María no fue fecundo ni muy feliz, aunque la reina parece haberse plegado bien a la voluntad de su marido. Llamado por su padre, Felipe salió de Inglaterra el 29 de Agosto de 1555 y no volvió a ver a su esposa hasta Marzo de 1557, veinte meses antes de que muriese María.»

En la entrega de esta semana podremos acercarnos a las interioridades de los acontecimientos narrados: la correspondencia oficial de los soberanos (el príncipe, la reina, el emperador), y sobre todo de los fontaneros de la época: embajadores y secretarios. En ella observaremos la información, avisos y reclamaciones (principalmente de dinero) que consideran más relevante o urgente, que se entrecruzan entre todos ellos. También incluimos un escueto diario del viaje de Felipe II a Inglaterra, de la mano de Juan de Varaona, que formaba parte de su séquito.

Felipe II y María Tudor. Bedford Collection, Woburn Abbey

viernes, 9 de marzo de 2018

Pedro de Rivadeneira, Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra


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En la presentación que hicimos de la obra de John Reed, Diez días que estremecieron al mundo, nos referimos a la siempre interesante historia militante, de combate, de buenos y malos, construida a veces de forma inocente y desinteresada, y otras conscientemente deformadora, y usada como herramienta para el logro de fines determinados. «Pero no debemos despreciar esta historia que podemos denominar propagandística. Por un lado, todo historiador hace historia desde unos presupuestos antropológicos, consciente o inadvertidamente aceptados. Su esfuerzo por lograr la imparcialidad científica es una tensión que no siempre se logra. Y no importa: el lector advierte (y comparte o no) dicho planteamiento previo, y aprovecha y disfruta del resultado. Pero por otro lado, las obras históricas de descarada intención dogmática, las que quieren comunicarnos La Verdad De Lo Que Realmente Pasó, con sus héroes ensalzados y sus villanos desenmascarados, también resultan útiles e interesantes: son auténticos testimonios de una visión interesada o gratuita sobre acontecimientos y fenómenos; interpretaciones que en muchos casos triunfan, se difunden e influyen poderosamente en los acontecimientos posteriores; auténticos testigos de las mentalidades dominantes en una sociedad o grupo determinado.»

Un cabal ejemplo de historia de combate es la Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra, de Pedro de Rivadeneira (1526-1611). Éste, jesuita de primera hora y tan español (fiel súbdito del monarca católico) como europeo (reside durante medio siglo en Italia, Flandes, Francia e Inglaterra), compaginó sus labores en la orden con una abundante dedicación a la escritura. Además de la obra que nos ocupa, redactó una canónica vida de san Ignacio (del que había sido secretario), sus Illustrius scriptorum religionis Societatis Iesu catalogus, y otras biografías. También publicó obras de carácter ascético y devocional, entre las que destaca su muy popular Flos sanctorum. En cambio, su interesante Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados, analiza cuestiones políticas, y en él rechaza el concepto de razón de estado.

La Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra pretende no dejar lugar a la duda: Enrique VIII, sus hijos Eduardo e Isabel, y los numerosos colaboradores de todos ellos, han introducido la reforma protestante (a la que de forma inexacta suele denominar el autor calvinistas, contraponiéndolos a los puritanos) movidos exclusivamente por la lujuria, la avaricia y la soberbia, y en contra de los deseos e intereses de la sociedad. Se les atribuye con gran convencimiento conductas extremadas: así, Ana Bolena sería hija del propio rey, que por tanto comete incesto. En cambio, los católicos destacan tanto por la firmeza de su fe, por la altura intelectual con la que siempre derrotan a sus oponentes en debates y confrontaciones, y por su entereza a la hora de sufrir sanguinarios martirios que son descritos en detalle.

Los hechos que nos narra son ciertos: la resistencia de una parte considerable de la población; la creación de seminarios ingleses en Flandes, Francia, Roma y España; la aventurera vida de los clérigos en la clandestinidad (con referencia a los característicos priest hole); la represión fundada en el control de la población y en las denuncias vecinales; la prohibición de estudiar fuera de Inglaterra… El autor reproduce normas legales, proclamas, cartas particulares… Ahora bien, es patente el maniqueísmo absoluto, la frialdad con que se narran las condenas a muerte de protestantes durante el reinado de María; en último termino su carácter especular respecto de la abundante literatura que por estos mismos tiempos se elaboran en Alemania, Países Bajos y la misma Inglaterra sobre los crímenes de los católicos y de sus reyes (y especialmente de Felipe II y de los españoles) contra los protestantes. Quizás la única diferencia reside en la diferente pervivencia: la obra de Rivadeneira será muy popular y se seguirá reeditando en nuestro país, pero las opuestas gozarán de mayor difusión e influencia, hasta arraigar con el tiempo en la misma España: la tan traída y llevada leyenda negra.

Vicente Carducho, El martirio de tres cartujos en la cartuja de Londres (1626)

viernes, 2 de marzo de 2018

Real Academia Española, Diccionario de Autoridades


                                                                                                                 Tomo primero (A, B)
                                                                                                                 Tomo segundo (C)
                                                                                                                 Tomo tercero (D, E, F)
                                                                                                                 Tomo cuarto (G, H, I, J, K, L, M, N)
                                                                                                                 Tomo quinto (O, P, Q, R)
                                                                                                                 Tomo sexto (S, T, V, X, Y, Z)

Del Prólogo: «El principal fin, que tuvo la Real Academia Española para su formación, fue hacer un Diccionario copioso y exacto, en que se viese la grandeza y poder de la Lengua, la hermosura y fecundidad de sus voces, y que ninguna otra la excede en elegancia, frases, y pureza: siendo capaz de expresarse en ella con la mayor energía todo lo que se pudiere hacer con las Lenguas más principales, en que han florecido las ciencias y artes: pues entre las Lenguas vivas es la Española, sin la menor duda, una de las más compendiosas y expresivas, como se reconocen en los poetas cómicos y líricos, a cuya viveza no ha podido llegar nación alguna: y en lo elegante y pura es una de las más primorosas de Europa (...) Esta obra tan elevada por su asunto, como de grave peso por su composición, la tuvo la Academia por precisa y casi inexcusable, antes de empeñarse en otros trabajos y estudios, que acreditasen su desvelo y aplicación: porque hallándose el orbe literario enriquecido con el copioso número de diccionarios, que en los idiomas o lenguas extranjeras se han publicado de un siglo a esta parte, la Lengua Española, siendo tan rica y poderosa de palabras y locuciones, quedaba en la mayor obscuridad, pobreza e ignorancia, aun de los proprios que la manejan por estudio, y remota enteramente a los extranjeros, sin tener otro recurso, que el libro del Tesoro de la Lengua Castellana, o Española, que sacó a luz el año de 1611 Don Sebastián de Covarrubias, y después reimprimió Gabriel de León en el año de 1672, añadido de algunas voces y notas por el Padre Benito Remigio Noidens, de los Clérigos Regulares Menores.

»Es evidente que a este Autor se le debe la gloria de haver dado principio a obra tan grande, que ha servido a la Academia de clara luz en la confusa obscuridad de empresa tan insigne; pero a este sabio escritor no le fue fácil agotar el dilatado océano de la Lengua Española, por la multitud de sus voces: y así quedó aquella obra, aunque loable, defectuosa, por faltarla crecido número de palabras; pero la Real Academia, venerando el noble pensamiento de Covarrubias, y siguiéndole en las voces en que halló proporción y verosimilitud, ha formado el Diccionario, sujetándose a aquellos principios, y continuando después debajo de las reglas que la han parecido más adecuadas y convenientes, sin detenerse con demasiada reflexión en el origen y derivación de las voces: porque además de ser trabajo de poco fruto, sería penoso y desagradable a los Lectores, que regularmente buscan la propriedad del significado: y el origen o la derivación, cuando no es muy evidente y claro, quedaba siempre sujeto a varios conceptos, después de ser desapacible su lección, y que ocasionaría un volumen fastidioso y dilatado.

»Como basa y fundamento de este Diccionario, se han puesto los Autores que ha parecido a la Academia han tratado la Lengua Española con la mayor propriedad y elegancia: conociéndose por ellos su buen juicio, claridad y proporción, con cuyas autoridades están afianzadas las voces, y aun algunas, que por no practicadas se ignora la noticia de ellas, y las que no están en uso, pues aunque son proprias de la Lengua Española, el olvido y mudanza de términos y voces, con la variedad de los tiempos, las ha hecho ya incultas y despreciables: como igualmente ha sucedido en las Lenguas Toscana y Francesa, que cada día se han pulido y perfeccionado más: contribuyendo mucho para ello los Diccionarios y Vocabularios, que de estos idiomas se han dado a la estampa, y en lo que han trabajado tantas doctas Academias: sobre lo que es bien reparable, que habiendo sido Don Sebastián de Covarrubias el primero que se dedicó a este nobilissimo estudio, en que los extranjeros siguiéndole se han adelantado con tanta diligencia y esmero, sea la Nación Española la última a la perfección del Diccionario de su Lengua: y sin duda no pudiera llegar a un fin tan grande a no tener un fomento tan elevado como el de su Augusto Monarca.»