viernes, 25 de agosto de 2017

Baltasar Gracián, El Político Don Fernando el Católico


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Alberto Montaner Frutos se refería así a la obra que nos ocupa hace unos años, en la obra colectiva Baltasar Gracián: Estado de la cuestión y nuevas perspectivas (Zaragoza 2001): «Reducir la maquina toda de la razón de Estado al breve termino y confín de una faltriquera era proeza reservada solo a quien surcaba el proceloso piélago literario gobernándose por el norte de una conceptuosa concisión con despuntes de agudeza. Frente a la extensión de los más célebres tratados políticos de la Contrarreforma, léanse el Tratado del príncipe cristiano (1595) o el De rege et regis institutione (1599) de sus hermanos de religión Rivadaneira y Mariana (558 pp. in 4º y 372 pp. in 8º, respectivamente), o el aun mayor bulto de Les six livres de la Republique (1576) de Bodino (759 pp. in fol.), Baltasar Gracián cifra una reflexión política de hondo calado en un tomito en dieciseisavo que vio por primera vez la luz en 1640 (a la sazón camuflado bajo el nombre de su hermano Lorenzo, para eludir —sin mucho éxito a la postre— la censura de sus superiores.»

Y más adelante: «Lo primero que salta a la vista es que Gracián se desentiende casi por completo del origen del poder político, en lo que no está solo: “no se preguntaran de ordinario nuestros autores qué es el poder y, en cambio, toda su preocupación irá hacia cómo se adquiere y se conserva. [...] Esto explica por que, en tan gran medida, la ciencia política del XVII adquiere un carácter de técnica o si se quiere de arte que nos dice cómo hemos de manipular las cosas si queremos lograr de ellas un resultado determinado" [Maravall]. Así pues, para Gracián, la política no es un saber histórico o jurídico sobre la naturaleza y las formas del poder, sino una disciplina práctica centrada en los modos de ejercitarlo sin perderlo; en suma, un arte de la razón de Estado (…) Como puede observarse en El Político, Gracián, sin optar por el pactismo, tan característico de la doctrina aragonesa coetánea, tampoco se apoya en la concepción de una monarquía absoluta por la gracia de Dios, como demuestra, entre otras cosas, su falta de empacho en poner como modelo de grandes gobernantes, no sólo a los siempre admisibles reyes de la Antigüedad, sino a los sultanes otomanos y mongoles, por más que tuviese la catolicidad por condición indispensable para alcanzar la primacía entre los soberanos. Su concepción del poder (como la que tiene de la moral) es básicamente laica, pero, si insiste en la importancia de descender de una familia afortunada, no es para poner el énfasis en la legitimación dinástica, sino en la capacitación del sujeto.»

Y finaliza refiriéndose otra vez a «la diferencia de volumen entre la obrita de Gracián y los grandes pilares de la tratadística política del periodo. Si, como entonces apuntaba, ello no es ajeno al ideal de brevedad expresado en un aforismo gracianesco bien conocido, también se ha de buscar la diferencia en una distinta orientación de fondo. Las obras citadas al principio y otros celebres textos del momento (el Leviathan, 1651, de Hobbes o la Politique, 1679-1709, de Bossuet) pretenden describir de modo bastante sistemático el edificio todo de la república, empezando por los cimientos mismos del poder político: el origen y alcance de la potestad real. Son obras de conjunto, explicaciones globales, algunas de ellas tan ambiciosas en sus planes como lo era la propia monarquía absoluta cuya justificación trascendental pretendían. No es este el caso de Gracián, que en ésta, como en sus demás obras, no aspira a la construcción de un sistema, sino a elaborar una reflexión mucho más cercana al quehacer cotidiano, desde una postura de filósofo político y moral que —no nos engañemos— tiene en su caso mucho más que ver con la pragmática que con la ética, sin renunciar, no obstante, a ésta (...) Por continuar con la metáfora propuesta al comienzo, frente a las cosmografías de un Mariana o un Bodino, Gracián ofrece ante todo un arte de navegar: no aspira a determinar la naturaleza misma de los meteoros, sino a explicar cómo mantenerse al resguardo de la costa cuando el leveche sopla por sotavento y empuja el bajel contra los arrecifes.»

viernes, 18 de agosto de 2017

León XIII, Rerum Novarum


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Gabriel Jakson, en su Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX (1997), valoraba así la trascendencia del documento que nos ocupa esta semana, desde presupuestos ideológicos diversos de los de su autor: «Durante el papado de León XIII (1878-1903), la Iglesia católica propugnaba una doctrina de catolicismo social, que fue igualmente influyente entre la clase media conservadora, el campesinado que acudía a misa y la sustancial minoría de trabajadores urbanos que mantenía sus vínculos religiosos.

»Su encíclica más importante ―Rerum novarum (1891)― condenaba la base filosófica materialista del socialismo y reafirmaba los derechos de la propiedad privada; pero también condenaba las perversidades de la competitividad económica irrestricta y despiadada, y la creciente acumulación de capital en unas pocas manos. El mismo uso del término cristianismo social en lugar de la mera caridad cristiana, constituía una importante adaptación a una sociedad en la cual los seres humanos podían reclamar ciertos derechos, y no recurrir simplemente a los sentimientos caritativos de sus superiores en la escala social. En contra de los sindicatos materialistas y ateos (según su punto de vista, asociados a los partidos socialistas), el papa abogaba por la creación de asociaciones para mitigar la pobreza, hablar en nombre de los legítimos intereses de los trabajadores en las fábricas, y proveer seguros médicos, de accidente y de vida.

»En ese proyecto, el papa había sido precedido por una parte de la clerecía alemana que, en 1871, fundó el Partido Centrista con el propósito de defender los intereses católicos dentro del nuevo Imperio Alemán. A lo largo de las siguientes décadas, ese partido abogó por la libertad de organización de los sindicatos, la eliminación del impuesto sobre aquellas ventas que cubrían las mínimas necesidades vitales, la adopción de impuestos a la renta y, desde luego, por las leyes de seguridad social promulgadas en la época de Bismark. Dada su envergadura se convirtió en el segundo partido del Reichstag y atrajo los votos de muchos votantes moderados y, sobre todo, antimilitaristas, que no eran católicos practicantes.»


viernes, 11 de agosto de 2017

Cayo Julio César, Comentarios de la Guerra Civil


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Martín de Riquer y José María Valverde, en el primer tomo de su clásica Historia de la Literatura Universal, se refieren así a nuestro autor de esta semana: «Cayo Julio César (100-44 a. C.), cuya vida e importancia histórica nadie desconoce, escribió varias obras ―un elogio de Hércules, una tragedia sobre Edipo, un tratado sobre la analogía gramatical, una sarcástica réplica al elogio de Catón de Útica hecho por Cicerón, etc.―, pero sólo han llegado hasta nosotros sus Comentarios a la guerra de las Galias (Comentarii de bello Gallico), y Comentarios a la guerra civil (Comentarii de bello civili). Era costumbre de los políticos generales romanos escribir una especie de apología propia o autodefensa al terminar su gestión y tras haber llevado a cabo acciones importantes; de tales comentarios ―que así se llamaban― los de César son los únicos que se han conservado, sin duda porque en ellos esta especie de informe adquiere un altísimo valor literario. Así pues, de un documento oficial el genio de Julio César ha hecho uno de los mayores primores de la prosa latina.

»No hay duda de que en sus Comentarios César persigue una finalidad política, y de que los escribe pensando en sus partidarios y, más aún, en sus detractores. Hombre habilidísimo, adopta una actitud ante la que tendrán que rendirse los más intransigentes entre estos últimos, o sea una absoluta veracidad, una calculadísima objetividad y una tajante sencillez, a fin de que los hechos no puedan parecer deformados por recursos retóricos. Como hizo antes Jenofonte, habla de sí mismo en tercera persona, lo que da al relato un tono desapasionado que produce la impresión de haber sido escrito por alguno de sus subalternos, y le infunde una serenidad que obra inconscientemente en el lector. Jamás exalta su persona y hace que sea la exposición objetiva de los hechos lo que dé idea de su extraordinaria medida como general y como político, y con la misma sencillez imperturbable narra sucesos insignificantes y deslumbrantes victorias. Todo ello lo consigue César gracias al extraordinario primor de su estilo, verdadero alarde de sencillez, exento de cualquier rebuscamiento de forma, en el que nada sobra ni falta y todo está ordenado en una eficiente perfección que casi se podría denominar estratégica. Cicerón, tan opuesto a César en política y estilo, ya admiró de sus Comentarios la concisión luminosa y sencilla y la gracia, despojada, como de un vestido, de todo adorno oratorio.»

Tradicionalmente se agregan a los tres libros que componen esta obra, los Comentarios de la Guerra de Alejandría, atribuidos a Aulo Hircio, y los Comentarios de la Guerra de África y los Comentarios de la Guerra de España, ambos de autores anónimos.


viernes, 4 de agosto de 2017

Juan Luis Vives, Diálogos o Linguæ Latinæ Exercitatio


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En ocasiones, los lectores de una obra descubren en ella propósitos y valores que manifiestamente escapan a la intencionalidad de su autor. Y esto puede ocurrir tanto a sus contemporáneos como a las generaciones posteriores. Un ejemplo claro lo tenemos en esta obra tardía del gran humanista valenciano Juan Luis Vives (1492-1540). En la dedicatoria al príncipe Felipe explicita su objetivo: «De utilidad suma es el conocimiento de la lengua latina para hablar y aun para pensar rectamente. Viene a ser esta lengua como un tesoro de erudición y como una disciplina, porque en latín escribieron sus enseñanzas grandes y óptimos ingenios. Y para la juventud este estudio no embaraza, sino que, al contrario, hace fáciles otros estudios y ocupaciones del entendimiento. Para el conocimiento de la lengua latina escribí estos primeros ejercicios, que espero sean provechosos a la niñez, y me pareció que debía dedicártelos a ti, Príncipe dócil y grande esperanza, y ello por ti y por la benevolencia que me mostró siempre tu padre, que educa tu ánimo excelentemente en las rectas costumbres de España, que es la patria mía, cuya conservación estará mañana fiada a tu probidad y sabiduría.»

El interés propedéutico de Vives es manifiesto, y este uso ha tenido la obra hasta bien entrado el siglo XIX, multiplicando sus ediciones. Muchos ejemplares sobreviven con las anotaciones manuscritas que testimonian su prolongado uso escolar. Ahora bien, el humanismo renacentista, del que ya hemos comunicado numerosos ejemplos en Clásicos de Historia, acude con frecuencia a la forma dialogada: la admiración por lo greco-romano, su uso continuado a lo largo de los siglos medievales, y el nuevo prestigio que le conceden las obras de Erasmo de Rotterdam o Tomás Moro, explican su uso en una obra que quiere enseñar a los jóvenes el uso del latín como nueva lengua viva, renacida y depurada de lo que se consideran barbarismo escolásticos. Los objetivos se alcanzaron plena y prolongadamente, como testimonian las más de cincuenta ediciones sólo durante el siglo XVII, y las numerosas traducciones a todas las lenguas modernas. Pero a estos logros suma uno más: nos describe con gran viveza la vida común de su tiempo. Carmen Bravo-Villasante, en su Los Diálogos escolares de Juan Luis Vives, lo exponía así:

«Los Ejercicios de lengua latina o Diálogos resumen y concentran estas dos intenciones : el uso del diálogo y la enseñanza. Pero hay algo nuevo e interesantísimo para nosotros en la actualidad. Del interés que pudieran tener los diálogos de Vives como libro didáctico se ha pasado a considerarlo como libro costumbrista, como vademecum de la vida diaria de la Europa de 1537 (…) En este sentido, el libro de Vives es un verdadero documento histórico, y el diálogo contribuye a acentuar el realismo de las escenas. En el Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés, escrito en 1528, aunque no se publicó hasta mucho más tarde (aunque es seguro que correría en copias, como era costumbre), se insiste en que hay que escribir como se habla. Precisamente la función del diálogo en el Renacimiento (aparte de revivir los diálogos platónicos) y en nuestro Vives, es llevar a cabo este deseo de escribir como se habla. Los niños, los estudiantes, los príncipes, las mujeres, los maestros, los vendedores, todos, en sus conversaciones están reflejados en los Diálogos con absoluto realismo. El diálogo es un intento de reflejar la conversación coloquial, aunque también había diálogos escolásticos y pedantes. (…)

»Vives utilizó los diálogos como método de enseñanza y al mismo tiempo como género de esparcimiento... No era un dómine pedante, el libro correspondía a un maestro de nuevo estilo. El diálogo era la forma de comunicación humana más real y más próxima, lo contrario de la reflexión de un solitario. El diálogo presentaba los distintos puntos de vista de los coloquiantes, y procuraba sensación de libertad y soltura. En la simple conversación, con sencillez y claridad y gracia el diálogo era la representación de la vida en toda su complejidad. El diálogo estaba en el extremo opuesto del dogmatismo de los tratados, y sobre todo de la pesadez y el aburrimiento. Frente a la rigidez de la pedagogía escolástica, el diálogo era amenidad y soltura. Si como método de enseñanza era perfecto y muy nuevo el libro de los Diálogos de Juan Luis Vives, pasados los siglos la obra queda como dechado de costumbrismo y reflejo de la vida real. Es curioso, pues, que un libro que fue concebido como Ejercicios de la lengua latina se haya convertido en una obra literaria documental de una determinada época que revive a través de los animados diálogos.»