martes, 30 de diciembre de 2014

Enrich Prat de la Riba, La nacionalidad catalana

Del retrato de Ramón Casas
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El patriotismo, el amor a la tierra en la que se ha nacido y al pueblo del que se forma parte, es una constante de la historia de la Humanidad, y tiñe en mayor o menor medida las obras de los historiadores de cualquier época o lugar. Lo hemos visto en en los antiguos griegos y romanos, por más que algunos se propongan elaborar sus libros sine ira et studio. Está presenta en el Laus Spaniae de san Isidoro, el lamento por su ruina en la Crónica de 754... y por su pérdida en la Albeldense... Y así hasta la construcción de los primeros estados modernos (monarquías compuestas pero que se quieren nacionales); ejemplo de ello es la espléndida Historia de Juan de Mariana, que descubre españoles desde los tiempos míticos Túbal... En cualquier caso, las nacionales son unas identidades más, a veces múltiples (locales, regionales, nacionales), que coexisten en el individuo junto a otras identidades religiosas, sociales, políticas y culturales.

Pero en el siglo XIX, la cosa cambia: a partir del patriotismo tradicional y de nuevas corrientes idealistas y románticas cristaliza una nueva concepción de la nación, a la que ahora se percibe como una realidad externa, totalizadora y preexistente (cuando no eterna) a los individuos que la componen. Es una concepción orgánica que Renan, en sus Diálogos filosóficos, describía así: «Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra..., actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una ciudad, pueden compararse a los animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie.» Es el origen de una nueva ideología, el nacionalismo, que hace predominar la identidad nacional sobre cualquier otra, que impone la supeditación del individuo a la nación, hasta el sacrificio de la propia vida, que se esfuerza por nacionalizar a las sociedades, y que va a superponerse por igual a todas las contradictorias propuestas políticas de la época: tradicionalismos y legitismos, liberalismos varios y radicalismos, e incluso y paradójicamente, en los internacionalismos obreristas (como se comprobará ya en el siglo XX).

Enrich Prat de la Riba (1870-1917) es un excelente ejemplo de ello. Abogado y periodista, es uno de los responsables de la transformación del catalanismo en un movimiento nacionalista, de lo que es representativa la conferencia que el autor pronunció en 1897 en lo que podemos considerar su puesta de largo, en el Ateneo de Barcelona y que se incluye en la parte central de este libro, publicado en 1906. Ya entonces se ha convertido en un influyente político, en vísperas de presidir la Diputación provincial de Barcelona y, más tarde, la Mancomunidad Catalana. La nacionalidad catalana, a pesar de su carácter meramente propagandístico (o quizás por ello) resulta una excelente muestra de los planteamientos nacionalistas, y de su plasmación concreta en Cataluña. Los presupuestos (para el autor, indiscutibles) y las interpretaciones de los hechos sociales e históricos sobre los que se basa, los argumentos en que se apoya, las propuestas que plantea, describen perfectamente una creencia (en el mejor sentido de la palabra) todavía hoy viva y actuante. Veamos algunos ejemplos:

«El Estado es una entidad artificial, que hace y deshace a voluntad de los hombres, mientras que la patria es una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden deshacerla ni modificarla.» «El pueblo es, por tanto, un principio espiritual, una unidad fundamental de los espíritus, un tipo de ambiente moral que se apodera de los hombres y les penetra y les modela y les trabaja desde que nacen hasta que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacional a gente extraña, gentes de otras naciones y razas, y veréis como suavemente, poco a poco, se van recubriendo de ligeras pero continuas capas de barniz nacional, y modifican sus maneras, sus instintos, sus aficiones, infundiendo ideas nuevas a su entendimiento y acaba por variar poco o mucho sus sentimientos. Y si, en lugar de hombres hechos, le lleváis niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta.»

Pero Prat de la Riba pertenece, como todos, a su época. Su nacionalismo se convierte en los últimos capítulos de esta obra en una defensa del imperialismo. La expansión territorial, los imperios, son el resultado natural de la evolución de una nacionalidad: «Los pueblos civilizados o en vías de alcanzar por su propio esfuerzo la civilización plena, tienen derecho a desarrollarse de conformidad a sus propias tendencias, esto es, con autonomía. Los pueblos bárbaros, o los que van en sentido contrario a la civilización, han de someterse de grado o por la fuerza a la dirección y al poder de las naciones civilizadas. Las potencias cultas tienen el deber de expandirse sobre las poblaciones atrasadas. Francia impone su autoridad en Argelia, Inglaterra en Egipto, Rusia en los Kamotos, han sustituido el combate bárbaro y degradante que dominaba en aquellos pueblos, con la ley y el orden justo. La mayor ganancia ha sido para la civilización y para estas tierras desgraciadas, más que para los pueblos que han intervenido en ellas. Los que dedicaban sus versos al Mahdi contra Inglaterra, a Aguinaldo contra los americanos, o a Argel y sus piratas que combaten a Francia, son pobres de espíritu que no son capaces de percibir la elevadísima misión educadora de la humanidad que ejercitan las naciones civilizadas en estas costosas empresas.»


domingo, 28 de diciembre de 2014

John de Mandeville, Libro de las maravillas del mundo

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Nos encontramos ante otro libro de viajes, y con el mismo destino explícito que el Itinerario de Egeria: Tierra Santa. El contraste, sin embargo, no puede ser mayor, comenzando por el hecho de que nos encontramos ante la obra de un viajero de escritorio, en resumidas cuentas, de un falsario. Juan de Mandevilla, caballero inglés, nos informa sobre sus míticas experiencias durante un prolongado viaje, realizado entre 1322 y 1346, por buena parte de Asia y de África. Estuvo en todas partes, distintos soberanos le acogieron amistosamente, y aunque reconoce con humildad que no llegó a visitar el Paraíso Terrenal, nos traslada la información que le proporcionaron otros viajeros que sí lo hicieron... Junto con descripciones fidedignas de ciudades pueblos y costumbres, y argumentaciones razonadas sobre la esfericidad de la Tierra, intercala pequeñas narraciones fantásticas (como la historia de la doncella-dragón) y la enumeración de pintorescos seres (cinocéfalos, monópodos..) que en buena medida se convertirán en el mayor atractivo de la obra.

El libro se compuso posiblemente hacia mediados del siglo XIV, época de crisis en Europa, y de anuncio de una nueva etapa, el llamado otoño de la Edad Media. Su origen parece estar en la región situada entre el norte de Francia y el sur de Inglaterra, y la realizaría un personaje culto con acceso a una biblioteca rica en mapas y en libros (entre ellos el redescubierto Ptolomeo) y en contacto con auténticos viajeros. Quizás pertenezca, por tanto, a una de las recientes órdenes mendicantes dominicas o franciscanas, algunos de cuyos miembros dejaron testimonio escrito de sus viajes misioneros fuera de la Cristiandad. En cualquier, caso dispone de abundantes fuentes, de las que él mismo cita a Plinio, san Agustín y san Isidoro.

Estela Pérez Bosch escribe en este sentido: «En cuanto a las escritas, la crítica ha logrado identificar muchas de ellas. Citaremos sólo las más importantes. La información relativa a los santos lugares procede del Itinerarium de Guillermo de Boldense; para la descripción de algunas zonas de Asia se valió de la obra de Marco Polo, Odorico de Pordenone y de Carpino; del Speculum naturale de Vicente de Beauvais parecen sacadas muchas descripciones de hombres mounstruosos, que a su vez, se remontan a Solino, Plinio o San Isidoro. Otras obras que utiliza son la Leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine o la Historia Hierosolimitanae, de Vitry (...) Pero a continuación del préstamo viene siempre la glosa; en ocasiones la fuente se somete a los mínimos cambios (...); en otras, como en la descripción del Nilo, el modelo de Bruneto Latini no impide que Mandeville se esfuerce en transmitir viva y personalísimamente las impresiones de su contemplación.»

La obra se convirtió rápidamente en un auténtico éxito, y lo siguió siendo en los siglos XV y XVI. De ello son prueba los casi trescientos manuscritos y cuarenta incunables que se conservan, en los más diversos idiomas además del latín. Señala Pérez Bosch: «El fingido viaje de Mandeville llegó a ser una obra muy apreciada y valorada como una especie de geografía al uso. Fue bienvenida tanto entre viajeros y peregrinos con afán de conocimiento práctico, como entre eruditos e intelectuales más inclinados a un conocimiento teórico del mundo. En este caso, la aventura ficcional y caballeresca no contradice la veracidad de los datos y los hechos; esto es posible gracias a la suma de lo devoto y lo científico en el marco de lo erudito y la presentación del discurso como experiencia real constatable por la tradición. Es esta capacidad para hacernos creer que su relato refleja un viaje real, repertorio de maravillas que pueden ser polémicas pero indiscutibles por su valor de cosa vivida (confesión, indignación, ponderación...) revierte en la enorme popularización la obra.»

Entre las varias ediciones castellanas, presentamos la impresa en Valencia en 1540 por Joan Navarro. Hemos modernizado la ortografía, e introducido algunos otros ligeros y escasos cambios.



martes, 23 de diciembre de 2014

Egeria, Itinerario

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«En los últimos años del siglo IV, cuando el imperio romano está a punto de derrumbarse, una mujer hispana de alta alcurnia se pone en camino para conocer y venerar los Santos Lugares, recién descubiertos por santa Helena. Atravesando la Vía Domitia llega a la capital de la pars orientis del Imperio, Constantinopla, continúa hasta Jerusalén, recorre parajes bíblicos, incluido el Sinaí y algunos lugares de Mesopotamia. Va narrando cuanto ve, con deliciosa frescura, en unas cartas dirigidas a las amigas que quedaron en la patria. Su relato, copiado por algún monje en el siglo XI, fue hallado en 1884 en una biblioteca italiana. Tras una investigación prolongada, se pudo poner nombre y rostro a esta matrona piadosa. Egeria, la primera viajera-escritora española de que tengamos noticia.» (Carlos Pascual, “Egeria, la Dama Peregrina”, Arbor CLXXX, 711-712 (Marzo-Abril 2005), 451-464 pp.

Esta breve e incompleta obra inaugura así el género de las peregrinaciones a Tierra Santa: a lo largo de los siglos numerosos viajeros pondrán por escrito sus experiencias. Las narraciones de viajes, con las más variadas finalidades eran ya antiguas: el Periplo Massaliota del s. VI a.C, incluido en Ora Marítima de Avieno; la Descripción de Grecia de Pausanias (s. II), auténtica guía turística y monumental... Sabemos de otros casos contemporáneos a la dama Egeria, con idéntico objetivo religioso, a los que seguirán muchos más. Algunos serán fidedignos, aunque otros no tanto, como el relato de Juan de Mandeville, en el siglo XIV. Y con otros destinos también religiosos, como Santiago de Compostela (Guía del Peregrino, del siglo XII), o como La Meca (De la descripción del modo de visitar el templo de Meca, de Ibn-Fath Ibn-Abi-r-Rabía).

En cuanto a la obra que nos ocupa, y a excepción de su posible origen hispánico, apenas sabemos nada. Posiblemente perteneciente a una poderosa y adinerada familia bien relacionada con autoridades de todo tipo, mantiene una jugosa (hasta cierto punto) correspondencia con sus amigas, redactada conscientemente en un latín llano y sencillo, que ha permitido a los expertos aproximarse a la lengua hablada de la época.

«Lo que sí sabemos, por sus propias confesiones, es cómo era el carácter de Egeria. Piadosa, desde luego: lo primero que hace cuando llega a un lugar sagrado es leer el pasaje de la Biblia donde aparece ese lugar, y recogerse en oración. Esto nos da otra pista: era una mujer culta, que viajaba con libros, algunos de ellos en griego (lengua que conocería, al igual que hoy una persona medianamente culta se maneja en inglés). Puede que hasta se le diera bien dibujar, pues en el original de sus cartas debió de incluir esbozos de los templos y edificios visitados, como otros viajeros ilustrados de épocas posteriores. Según ella misma confiesa (ut sum satis curiosa), la curiosidad le hace viajar con los ojos bien abiertos, quiere verlo todo, pide explicaciones de todo lo que ve, e insiste en que la lleven a ver otras cosas, si no quedan muy lejos. Pero no es una turista bobalicona, ni la ciega el fervor religioso. Al contrario, cuando narra a sus amigas lo que ha visto durante la jornada, pone de por medio un cierto talante crítico, por no decir irónico. Un ejemplo elocuente es cuando cuenta que el propio obispo de Segor les ha mostrado el lugar donde supuestamente se encontraba la mujer de Lot convertida en estatua de sal, lo mismo que su perrillo; maliciosamente apostilla a sus amigas: Pero creedme, (...) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos». (Carlos Pascual, ibid.)



domingo, 21 de diciembre de 2014

Francisco Pi y Margall, La reacción y la revolución. Estudios políticos y sociales

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En la España de mediados del siglo XIX, a rebufo de las revoluciones europeas del 48, se dan a conocer los llamados demócratas. Son un grupo de políticos e intelectuales que, desde las posturas entonces consideradas más avanzadas, someten a una crítica profunda el sistema liberal vigente, caracterizado por el predominio de los moderados; pero su crítica alcanza también a los progresistas. Hacen bandera del sufragio universal masculino, de la república, y de una novedosa preocupación social por las clases populares (especialmente por las urbanas). Pues bien, la revolución de 1854 les va a conceder protagonismo en los levantamientos de diversas ciudades, y aunque pronto se desencantarán del nuevo régimen que se establece y quedarán relegados, les permitirá incrementar la propagación de sus ideales. La obra que presentamos es uno de los mejores ejemplos de ello.

El joven Francisco Pi y Margall (1824-1901) se ha movilizado en el Madrid revolucionario, ha publicado el correspondiente panfleto (incluido como apéndice en esta obra) e, incluso, ha sido brevemente detenido. Y en los meses posteriores emprenderá la composición de una completa exposición de su pensamiento político, La reacción y la revolución. Reaprovecha textos publicados con anterioridad, y elabora el primer intento serio de dotar al liberalismo radical español de una fundamentación filosófica y científica. Partiendo de Hegel (sobre todo de su metodología) y de Proudhon (del que traducirá más tarde varias obras; pero lo interpreta desde los presupuestos liberales individualistas), analiza las sociedades y su historia. Rechaza el cristianismo (al que sustituye con un panteísmo idealista de carácter ateo), la monarquía (con la necesaria alternativa de la república), el sufragio censitario (a sustituir por el universal), el estado unitario (que obstaculiza el más consecuente sistema federal).

Rechaza la interpretación convencional de muchos principios liberales, como el de la soberanía popular, insiste en la necesidad de una auténtica mejora de las condiciones sociales y económicas, y no teme proclamarse socialista y anarquista: «Abjuremos ya toda esperanza en los gobiernos. Convenzámonos de que su intervención es y ha de ser siempre perniciosa, de que hasta su protección nos es funesta. Parecidos al caballo de Atila, donde sientan el pie no crece más la hierba. Abominémoslos. Solamente la libertad puede darnos lo que ansiamos, vivificar esta tierra, abrasada por la acción gubernamental de siglos.» Y en otro lugar: «La revolución social y la política son a mis ojos una. Yo no puedo nunca separarlas.»

La crítica a fondo del régimen liberal en el que vive (tanto el previo como el posterior a la Vicalvarada), desvelando su carácter de farsa, de tergiversación de los principios liberales que supuestamente les orientan, y que son conculcados en la práctica, pueden resultarnos muy actuales. También la denuncia de la corrupción, de las decisiones tomadas por motivos exclusivamente partidistas. Asimismo la obsesión por atacar a sus vecinos ideológicos más próximos, los progresistas. Ahora bien, cuando en la segunda parte comienza a enumerar de formar exhaustiva sus propuestas políticas y de administración, es cuando nos retrotrae a la época original de la obra. Es la época en la que lo revolucionario y extremista es el desmantelamiento del estado, al que se le debe impedir inmiscuirse en la vida de los individuos y de los pueblos; en la que se rechaza la red educativa pública erigida en la década anterior; en la que se opone la libre iniciativa de los individuos, a los intentos de planificación gubernamental de obras públicas; en la que se condena la regulación administrativa de las actividades productivas y profesionales; en la que, por tanto, se aboga por la disminución de los empleados públicos, que pueden llegar a ser innecesarios y perjudiciales...

Una última observación. La reacción y la revolución muestra el convencimiento con que su joven autor defiende posiciones y planteamientos. Es una auténtica cosmovisión, en la que su aguda curiosidad intelectual le lleva a pontificar sobre cualquier aspecto de la realidad, sin dejar resquicio alguno a la duda... Quizás por ello resulta inquietante y premonitorio el leitmotiv que recorre la obra «la revolución es la paz, la reacción la guerra».


Eugenio Lucas, La Puerta del Sol durante la revolución de 1854

jueves, 11 de diciembre de 2014

Sebastián Fernández de Medrano, Breve descripción del Mundo

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Sebastián Fernández de Medrano nació en la población de Mora, en la Mancha toledana, en 1646. Soldado, participó en numerosas campañas en Italia y en los Países Bajos. Pero su prestigio como ingeniero militar, artillero, matemático y geógrafo, le condujo a una trayectoria profesional académica.

«Las obras de este tratadista militar deben considerarse como libros de texto de los alumnos que frecuentaban la Academia Militar, sita en Bruselas, en la que Sebastián Fernández de Medrano era profesor de matemáticas, un cargo para el que había sido propuesto por el duque de Villahermosa, capitán general de los Estados de Flandes, hacia 1676. Años después, en 1692, es nombrado por el gobernador general, José Fernando, Elector de Baviera, director de la Academia Real y Militar del Exército de los Países Bajos. La falta de un cuerpo cualificado, formado en fortificación, uso de artillería y morteros, con sólidos conocimientos geográficos, obligaba al ejército español a valerse de ingenieros extranjeros. La Academia, un centro de formación de cuadros del ejército español de Flandes, tenía como objetivo conseguir esa élite instruida en ingeniería militar, capaz de afrontar un sistema de guerra basado en los sitios de las plazas y en el mantenimiento de líneas atrincheradas.

»La Academia militar se crea en los Estados de Flandes en 1671. Es la más importante de las que España mantiene fuera del territorio nacional en Nápoles, Orán, Cerdeña y Milán. El gobernador general, conde de Monterrey, es quien transforma la Casa de pajes de los antiguos duques de Brabante (creada por los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia en 1600) en Academia, para que la nobleza estuviese suficientemente instruida en matemáticas y fortificación. El primer director es Francisco Paran de Ceccati, anterior director de la de Besançon. El duque de Parma, nuevo gobernador general, la reorganiza en 1680.

»El éxito de la Academia, y el de Fernández de Medrano, se pueden deducir de su nota A los curiosos y aficionados lectores —inserta en la primera edición de El Ingeniero— y del memorial que, en 1699, tras treinta y cuatro años de servicios, presenta a Carlos II para que le honre con el grado de general de Artillería. En la nota, escrita en 1687, alude a que además de 700 oficiales que desta Academia han salido aprovechados, son muchos aquellos que solo por mis obras han adquirido alguna inteligencia. En el memorial asegura que la Academia ha formado en ese tiempo ingenieros militares para todas las fronteras de España y que el prestigio alcanzado es tanto, que los príncipes de la Liga y el duque de Baviera también se nutren de los alumnos de este centro. No consta que alcanzase el nombramiento pero sí que consiguió, a través de la Secretaría de Estado, cuatro mil escudos en compensación de los gastos afrontados en la edición de sus libros. Felipe V le ratifica las mercedes concedidas por el anterior monarca y le anima a que siga la labor en la Academia, de la que anualmente salen entre veinte y treinta ingenieros militares. Fernández de Medrano muere un año antes de que Bruselas caiga en poder de la Gran Alianza y la Academia Militar desaparezca en 1706.»*

La obra que presentamos es fruto del interés didáctico del autor: un vademécum geográfico del mundo, más manejable que los grandes Atlas que, como dice Medrano, «son embarazosas para usar de ellos de ordinario; lo que no tiene mi obra citada (que en sustancia contiene los dichos tomos) por ser tan manual». Y para mayor atractivo, encarga a su discípulo Manuel Pellicer y Velasco (¿quizás el futuro académico de la RAE?) que lo ponga en verso, «para que así se pudiese mejor encomendar a la memoria».

* Tomado de: http://cvc.cervantes.es/obref/fortuna/expo/historia/histo002.htm



miércoles, 3 de diciembre de 2014

Roque Barcia, La federación española

Barcia en 1856
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En ocasiones las sociedades se agitan y se obsesionan ante una calamidad o problema intrincado, y con una solución que se presenta como definitiva. Se produce un auténtico ensimismamiento, una vuelta hacia lo interior del problema que paradójicamente lo simplifica y hace perder de vista su complejidad y su propia realidad, hasta convertirlo en objeto de creencias, emociones y sentimientos. Y la misma convivencia social puede quedar amenazada... Una situación de este tipo es la que narró sarcásticamente Torrente Ballester en La saga/fuga de JB, cuando la mítica Castroforte del Baralla concluye levitando y alejándose en el aire: «Cuando se levantaron, riendo todavía, pero ya un poco serio, Castroforte parecía una nube lejana, donde quizás el Rey Artús empezase a proponer al pueblo la proclamación inmediata, definitiva, del Cantón Independiente, hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso.»

Un buen ejemplo de todo ello es el denominado Sexenio democrático, y uno de sus protagonistas señalados fue el destacado republicano federal Roque Barcia (1821-1885), «el confuso e inseguro ideólogo Roque Barcia», en palabras de José María Jover. Reformador y revolucionario, propagandista y movilizador de un pueblo que aparentemente se le resiste; irreverente, excolmulgado y emigrado; pero al mismo tiempo fino lexicógrafo y autor de un extenso Diccionario general etimológico... Y siempre vehemente, en su estilo y en sus ideas. La obra que presentamos es del año 1869, cuando los demócratas que han apoyado el año anterior la revolución comprueban la deriva impulsada por Prim hacia el monarquismo. Los republicanos pasan a la oposición (y Barcia abandona las Cortes) y ante el previsible fracaso del régimen que se crea comienzan a proponer como solución la república federal.

Pues bien, en situaciones como ésta suelen multiplicarse los escritos, manifiestos y folletos, verdaderos termómetros de la agitación social. Generalmente su valor es circunstancial, su talante simplificador (cuando no directamente manipulador), aunque por ello mismo resultan muy útiles para el conocimiento de la época. Éste es el marco de La federación española: es un texto de combate, una proclama para ser difundida y para convencer, y no una serena reflexión de doctrina política. Ahora bien, muestra perfectamente los planteamientos dominantes entre lo que entonces constituía la extrema izquierda revolucionaria. Dejando a un lado la verbosidad típicamente decimonónica, podemos observar una coincidencia de enfoques con posturas similares de épocas posteriores, hasta nuestros días. Y ello a pesar de que algunas de las propuestas de solución no pueden ser más diversas: nacionalismo, rechazo del papel del estado (hasta de las clases pasivas de funcionarios) y de sus monopolios, iberismo en el que se incluye a Portugal...

La evolución posterior del autor ya no nos compete, a pesar de su interés. Ejemplo claro de republicano intransigente, detentará el poder en el Cantón Murciano, junto con Antonete y el general Contreras. Y sin embargo tras la caída de Cartagena manifestará su disconformidad con sus propios compañeros: «Todos mis compañeros son muy santos, muy justos, muy héroes, pero no sirven para el gobierno de una aldea. (...) Republicanos federales: no nos empeñemos, por ahora en plantear el federalismo. Es una idea que está en ciernes. (...) Sin abjurar de mis ideas, siendo lo que siempre fui, reconozco al Gobierno actual y estaré con él en la lucha contra el absolutismo».


La Flaca, nº 84 (4 oct. 1873). Detalle con Roque Barcia en Cartagena.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma

Retrato por Cornelisz Vermeyen (Londres, National Gallery), con una miniatura de Gattinara

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Se dice que el duque de Borbón arengaba así a sus tropas, a las puertas de Roma: «Yo hallo muy ciertamente, hermanos míos, que ésta es aquella ciudad que en los tiempos pasados pronosticó un sabio astrólogo diciéndome que infaliblemente en la presa de una ciudad el mi fiero ascendente me amenazaba la muerte. Pero yo ningún cuidado tengo de morir, pues que, muriendo el cuerpo, quede de mí perpetua fama por todo el hemisferio.» (citado por Menéndez Pelayo en su Historia de los Heterodoxos). Y se cumplió el pronóstico, y se produjo el decisivo saco de Roma de 1527: el ejército del emperador humilló la Urbe, caput mundi del viejo imperio y del mundo cristiano. Muchas trayectorias variarán en consecuencia, en lo político, en lo religioso y en lo cultural...

Pues bien, Alfonso de Valdés (1490-1532), humanista como su hermano Juan, el autor del Diálogo de la lengua, escribe a su admirado Erasmo: «El día que nos anunciaron que había sido tomada y saqueada Roma por nuestros soldados, cenaron en mi casa varios amigos, de los cuales unos aprobaban el hecho, otros le execraban, y, pidiéndome mi parecer, prometí que le daría in scriptis, por ser cosa harto difícil para resuelta y decidida tan de pronto. Para cumplir esta promesa escribí mi diálogo De capta et diruta Roma en que defiendo al césar de toda culpa, haciéndola recaer en el pontífice, o más bien en sus consejeros, y mezclando muchas cosas que tomé de tus lucubraciones, oh Erasmo. Temeroso de haber ido más allá de lo justo, consulté con Luis Coronel, Sancho Carranza, Virués y otros amigos si había de publicar el libro o dejarle correr tan sólo en manos de los amigos. Ellos se inclinaban a la publicación, pero yo no quise permitirla. Sacáronse muchas copias, y en breve tiempo se extendió por España el Diálogo, con aplauso de muchos» (Ibid.)

Rafael Altamira  nos presenta a nuestro autor así: «Entre los erasmistas (españoles), distinguióse en los primeros años del reinado de Carlos I un escribiente de la cancillería llamado Alfonso de Valdés, que luego ocupó el cargo de secretario del monarca. Merced a esto, pudo favorecer y defender grandemente a Erasmo contra sus perseguidores en España y difundió los escritos del humanista alemán, incluso costeando ediciones de su peculio. El asalto y saqueo de Roma le dieron motivo para escribir un diálogo en que, además de sincerar al rey de la parte de culpa que podía corresponderle en aquel hecho, y de considerar éste como justo y natural castigo de la corrupción de la curia romana, desliza proposiciones evidentemente análogas a otras protestantes, por lo cual le consideran hoy muchos autores como uno de los primeros reformistas españoles, aunque su doctrina no es acentuada ni explícita.» (Historia de España y de la civilización española).

La finalidad de la obra es doble, política y religiosa, y siempre en defensa de objetivos reformistas para mejorar la sociedad, eliminando las lacras que la corrompen. Ahora bien, la solución que se propone es la intervención decisiva del podre temporal, del emperador: «―Vos querríais, según eso, hacer un mundo de nuevo.―Querría dejar en él lo bueno y quitar de él todo lo malo.―Tal sea mi vida. Pero no podréis salir con tan grande empresa.―Vívame a mí el Emperador don Carlos y veréis vos si saldré con ello.» Esta consideración resulta de un modernidad inquietante, signo y anuncio de los derroteros que va a seguir Occidente, y presentes aún en nuestros días...



viernes, 28 de noviembre de 2014

Ibn Idari Al Marrakusi, Historias de Al-Ándalus (Al-Bayan al-Mughrib)

Dinar de oro mariní atribuido al sultán Abu Yaqub Yusuf (1286-1307), Museo de Ceuta

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Hacia el año 1312, Ibn Idari Al-Marrakusi, posiblemente nacido en Marrakech, y que había sido caíd en la ciudad de Fez, se dedica a la escritura de la obra de largo título Kitāb al-bayān al-mughrib fī ākhbār mulūk al-andalus wa'l-maghrib (Libro de la increíble historia de los reyes de Al-Ándalus y Marruecos), citada generalmente como Al-Bayan al-Mughrib (Increíble historia). Se propone hacer la historia del norte de África y de la península Ibérica, desde los respectivos procesos de islamización hasta su época, aunque también aporta noticias más o menos fidedignas de las anteriores. Es un intelectual: él mismo señala (según cita de Juan Martos Quesada) que «hemos preferido las tertulias con sabios y virtuosos y la conversación con literatos de elevadas miras y alta posición, quienes con sus tertulias y conversaciones embrujan las mentes e iluminan las ideas, cuya ausencia sólo se puede llenar con un libro que sirva de amable contertuliano».

Siguiendo una de las tradición historiográficas árabes más comunes, Ibn Idari se consideraba ante todo un compilador, más que un investigador: acumuló y ordenó cronológicamente todas las abundantísimas noticias a las que tuvo acceso, con preferencia al intento de explicar los acontecimientos. Esta limitación, sin embargo, se compensa con la copiosa relación de autores y obras, muchas de las cuales se han perdido, quedando de ellas sólo las citas que transcribe nuestro autor. De la cincuentena de obras que se han identificado utiliza preferentemente unas pocas (de las cuales reproduce en ocasiones largos pasajes sin citar la fuente, como si fueran de su autoría). Entre ellas, y de los siglos X y XI, están la conocida como Crónica del moro Rasis de Ahmad ibn Muhammad al-Razi, y el Ajbar Machmuâ, que ya hemos editado en Clásicos de Historia.

Al-Bayan al-Mughrib se redacta en la época del expansionismo militar de los grandes imperios norteafricanos. El imperio almohade ya se ha desmoronado, y ha culminado la pérdida de casi todo Al-Ándalus. Pero ya ha nacido su sustituto, el imperio de los Benimerines con Fez como capital. Este contexto explica el tono general de la obra, que el ya citado Juan Martos Quesada caracteriza así: «Respecto a la ideología que se respira en el Bayan, es la de una actitud guerrera y militante ante los cristianos, que aparecen como los enemigos del Islam, tal y como correspondía a la mentalidad almohade de su época. El territorio cristiano aparece como el territorio enemigo y a los personajes cristianos se les condena al más absoluto anonimato, denominándolos como politeístas, bárbaros, perros e infieles, al contrario de los árabes, que siempre aparecen con sus nombres y atributos.»

La recuperación de esta obra se produjo con la edición incompleta que llevó a cabo el destacado orientalista neerlandés R. H. Dozy en 1848. Pero la aparición de nuevos manuscritos y otros fragmentos han modificado considerablemente nuestro conocimiento de la obra. Son muy numerosas y variadas las ediciones, y aquí hemos escogido la primera traducción al español, realizada en Granada en 1862 por el catedrático Francisco Fernández González con el título de Historias de Al-Ándalus por Aben-Adharí de Marruecos. El título es expresivo: a partir de la edición de Dozy, selecciona exclusivamente lo relacionada con la península Ibérica hasta el fin del califato, y añade un abundante aparato crítico. El resultado ha sido criticado posteriormente por historiadores destacados, pero nos permite un acercamiento suficiente a la obra.


domingo, 23 de noviembre de 2014

Octavio César Augusto, Hechos del divino Augusto

Augusto, año 14 (12,8 x 9,3 cm). British Museum

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Se cumple el bimilenario de la muerte del creador del principado, el modelo romano de poder autocrático que no prescinde de las formas e instituciones republicanas, pero concentra todo el poder decisivo vitaliciamente en una persona. Esta solución a las tensiones del siglo I a. C. se demostrará exitosa, y perdurará hasta el fin del imperio: su máxima expresión, Diocleciano, dominus et deus para millones de súbditos. Con respecto a Octavio ya hemos presentado algunas biografías, como la de Suetonio en su Vidas de los doce césares.

En esta última obra se hace referencia a la que ahora nos ocupa: «Había hecho Augusto su testamento (...) un año y cuatro meses antes de morir; le añadió dos codicilos, escritos en parte de su puño y en parte de sus libertos Polibio e Hilarión. Este testamento, depositado en el Colegio de las Vestales, lo presentaron estas mismas en tres cuadernos con idénticos sellos. Abrióse en el Senado y se le dio lectura. (… El segundo codicilo contenía) un sumario de su vida, que debía grabarse en planchas de bronce delante de su mausoleo.» Suetonio se refiere así a las Res Gestæ Divi Augusti, que tuvieron una gran difusión. Naturalmente, las placas originales se perdieron, pero con frecuencia se reprodujeron en los muy numerosos templos dedicados a Augusto repartidos por todo el Imperio. Las inscripciones conservadas son muy abundantes, y también traducidas al griego; entre ellas destaca la de Ancyra, en la actual Ankara.

En este breve escrito, del que presentamos su traducción junto con el texto latino, se observa ante todo su finalidad propagandística. Sólo aparecen los hechos que legitiman el poder del príncipe: la pacificación de Roma con la conclusión de las luchas civiles, la protección del pueblo mediante su munificencia, la reconstrucción de la urbe con un amplio programa constructivo, la defensa de los limes del imperio, la recuperación de estandartes de las legiones, la fundación de numerosas ciudades (y entre ellas, nuestra Cæsar Augusta)... Pues bien, esta maniobra política tendrá éxito: la imagen de Octavio que han presentado a lo largo de los siglos historiadores y literatos, deriva con frecuencia de esta visión sin sombras, dejando de lado otras fuentes más críticas.


viernes, 21 de noviembre de 2014

José de Acosta, Peregrinación de Bartolomé Lorenzo antes de entrar en la Compañía

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En el tomo quinto de su obra Varones Ilustres de la Compañía de Jesús (1666), Alonso de Andrade imprimió por primera vez la breve biografía que había redactado José de Acosta (1540-1600) unos ochenta años antes. Este destacado escritor (del que ya hemos editado su Historia natural y moral de las Indias) cuenta en la carta introductoria cómo conoció a Bartolomé Lorenzo, y de qué modo logró que le narrara sus aventuras en América antes de incorporarse a la Compañía, durante unos seis años, cuando contaba entre veinte y treinta de edad. El texto se había difundido considerablemente con anterioridad mediante copias manuscritas desde que su autor lo había remitido al General de los jesuitas en 1586, posiblemente a causa de su valor puramente religioso y providencialista.

Sin embargo, la obra posee además un interés histórico: nos presenta las andanzas, sencillas y sin pretensiones de uno de tantos aventureros que a mediados del siglo XVI buscan en las Indias fortuna o simplemente refugio (como es el caso del protagonista). El relato no puede estar más alejado de los estereotipos de la colonización, no tanto por lo que narra (intervienen piratas y cimarrones, naufragios, expediciones de captura de indios...), sino por el propio protagonista, bondadoso e inocente, que rehuye pueblos y ciudades y se refugia  una y otra vez en la soledad de la naturaleza salvaje. Nada más alejado del tipo característico de conquistador espadachín y sanguinario.

Lorenzo Rubio González concluye su estudio sobre la obra del siguiente modo: «es un documento de historia particular que completa en la esfera de los sucesos menores la historia de la presencia de los españoles en América durante el siglo XVI. A su valor histórico más genérico se suma el interés de la peripecia humana de un personaje tímido y bondadoso, que se ve envuelto en las continuas dificultades que le presentan la geografía, el clima, su propia simplicidad y el no saber con seguridad qué hacer en un mundo que le resulta desconocido y en el que se siente extraño.»


domingo, 16 de noviembre de 2014

Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres

Schedel, Hartmann, Crónicas de Nuremberg (1493)

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Diógenes Laercio fue un escritor helénico del siglo III que compuso un entretenido compendio de las vidas y opiniones de los abundantes y variopintos filósofos griegos. La distancia temporal respecto a la mayoría de ellos era ya considerable, pero en el mundo romano en el que vivía el autor disponía de bibliotecas y de un cúmulo de obras actualmente desaparecidas. Entre ellas, muchas de las de los filósofos que va a historiar, además de otras obras de conjunto y de análisis que continuamente cita. Sus propósitos no parecen ser muy elevados: pretende deleitar (como proponen sus admirados epicúreos) al lector, sin un exceso de rigor ni de profundidad. Es lo que hoy consideraríamos un ensayo divulgativo, dedicado al gran público (culto, naturalmente) que, en ocasiones, parece algo apresurado.

Aquí radica su principal defecto: no es riguroso («chismorreador superficial y fastidioso» le llama Hegel), escoge habitualmente lo más llamativo o chocante de cada filósofo (véanse las páginas dedicadas a su tocayo Diógenes el cínico), amontona anécdotas que recuerdan viejos chistes (y en ocasiones la misma es atribuida a filósofos diferentes), y se pierde en la enumeración de largas series de títulos. Además, no parece implicarse ni profundizar en ninguna de las escuelas filosóficas que examina: es característico que los versos propios que intercala dedicados a numerosos autores suelen centrarse en lo anecdótico, y no en su pensamiento. Estos defectos, sin embargo son al mismo tiempo su mayor atractivo. Y bien lo supo ver Michel de Montaigne cuando escribe en sus Ensayos: «Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo como también el conocimiento de la diversidad de sus opiniones y el de sus caprichos.»

Las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres son, pues, una más entre las abundantes escritas con parecido propósito en la época. E inicialmente no parece que tuviera un éxito excesivo. Pero el hecho de sobrevivir al fin de la Antigüedad la convertirá en la principal (cuando no única) fuente para la historia de la filosofía griega. Conocido y revalorizado en Bizancio desde el siglo VI, se difundirá por Occidente a partir del siglo XII, aunque aún tardará en traducirse al latín (principios del siglo XV). Aquí presentamos la traducción clásica española realizada en 1792 por José Ortiz Sanz, de la que el profesor Félix Duque señalaba en un manual clásico que, «a pesar de su vetustez (o quizá precisamente por ella) sigue teniendo gran encanto». Por mi parte, sólo he aportado una somera modernización ortográfica.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Julián Juderías, La Leyenda Negra y la verdad histórica

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«Si España, literariamente hablando, es un país de manolas y toreros, de holgazanes y de mujeres con la navaja en la liga, históricamente es un país de frailes y de inquisidores, de verdugos y de asesinos, de reyes sanguinarios y de tenaces perseguidores de la libertad y del progreso en todos sus órdenes.» Quien resume así la percepción común de nuestro país, dentro y fuera de sus fronteras, es el todavía joven intelectual Julián Juderías y Loyot (1877-1918). Políglota consumado (parece ser que dominaba dieciséis lenguas), ha sido traductor y periodista, pero ante todo escribe y se considera historiador. En 1913 ha sido premiado por la prestigiosa y difundida revista La Ilustración Española y Americana, y el resultado es el libro que ahora presentamos (según su primera edición, de 1914).

En La leyenda negra y la verdad histórica, Juderías se propone combatir esta visión tópica, cuyo punto de partida se pierde varios siglos atrás: sitúa su origen en el doble y ambicioso objetivo hispánico del siglo XVI: la supremacía europea y la conquista de América. Su crítica a la leyenda negra (expresión que se estaba generalizando en los últimos años, gracias a autores como Emilia Pardo Bazán), se centra fundamentalmente en dos aspectos. Por un lado en los excesos y falsedades que comporta (por ejemplo en lo referente a la paradigmática Inquisición), y por otro en la constatación de que las mismas crueldades, intolerancias y tiranías que se quieren asociar a España están presentes en los demás países europeos, y con frecuencia en un grado superior.

Ahora bien, esta visión sesgada, originalmente extranjera, ha acabado afectando a los mismos intelectuales españoles: «Esta leyenda, convertida en dogma, hace que los liberales, para serlo, tengan que afirmar públicamente que la historia de España va envuelta en las sombras de la intolerancia y de la opresión, y que los reaccionarios, para serlo también, entonen himnos de alabanza al Santo Oficio y consideren como un timbre de gloria para nuestra patria el haber mantenido tan benéfica institución por espacio de tres siglos. Sería más justo, y hasta más patriótico, buscar la verdad donde la verdad se halla y alejarse por igual de extremos peligrosos y absurdos; pero esta conducta no se observa por nadie.»

Naturalmente, La leyenda negra y la verdad histórica es un ensayo histórico deudor de su época, de la visión nacionalista entonces dominante, y también de los propios presupuestos ideológicos del autor. Se puede observar la influencia (y a veces la reacción) del ambiente regeneracionista y noventayochista. Su mayor valor, quizás, radica en el hecho de abrir un debate sobre la supuesta excepcionalidad de la historia de España (y que dará lugar a obras tan destacadas como las contrapuestas —y por otra parte tan próximas— interpretaciones de Américo Castro y Sánchez Albornoz). Y al mismo tiempo, podemos considerarlo como el primer paso hacia la asunción de la normalidad de nuestra historia, hoy comúnmente aceptada por los historiadores.

Un último aspecto. Juderías escribe en vísperas del inicio de lo que se ha llamado guerra civil europea, la Gran Guerra. Desde esta perspectiva resultan luminosas y tristemente premonitarias las siguientes frases: «La intolerancia, no solamente es un fenómeno que se ha dado en todas partes y que en todas partes se da, sino que ofrece los mismos caracteres y produce las mismas persecuciones cualquiera que sea la vestimenta con que se disfrace, el color de esta vestimenta y la finalidad que se le atribuya. Lo mismo da que el católico persiga al protestante, como que el protestante persiga al católico y ambos a los judíos, y tanto monta que la persecución se realice en defensa de un ideal religioso como en defensa de un ideal racionalista. Los medios son los mismos, los vejámenes iguales, e idénticos los resultados.»


Mural de Diego Rivera. Ciudad de México.

viernes, 31 de octubre de 2014

Rafael Altamira, Historia de España y de la civilización española


Tomo I  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo II  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |

La romántica, liberal y nacionalista Historia de España de Modesto Lafuente, que ya conocemos, triunfó de forma generalizada durante la segunda mitad del siglo XIX. Pero al mismo tiempo comienza a ser enmendada por obras realizadas desde posturas ideológicas diferentes (como la Historia de los heterodoxos de Menéndez Pelayo), o a consecuencia del considerable avance historiográfico de la época de la Restauración (que se puede resumir en los tomos que llegaron a publicarse de la Historia general de España promovida por la Real Academia de la Historia y dirigida por Cánovas del Castillo, a partir de 1892). A pesar de ello la obra de Lafuente mantuvo y prolongó preeminencia y popularidad durante muchos años, como muestra su interesante continuación, obra de Valera, Borrego y Pirala.

Pues bien, el joven jurista Rafael Altamira (1866-1951), procedente del ámbito republicano y de la Institución Libre de Enseñanza, próximo al regeneracionismo costista, emprendió hacia el cambio de siglo el proyecto de esta Historia de España y de la civilización española, una nueva historia de España en la que predominara el talante científico (y positivista), que recogiera las abundantes aportaciones recientes y, sobre todo, que superara definitivamente el tradicional predominio de la historia política, ampliando el campo de visión a otros aspectos hasta entonces poco estudiados: lo legal e institucional, lo social, lo económico, lo cultural, hasta lo referente a indumentarias y costumbres: la llamada historia interna.

Su objetivo era al principio modesto: en el prólogo a la primera edición presentaba «un libro elemental, de vulgarización, que no tiene pretensiones eruditas (...). Al escribirlo, se ha pensado ante todo en ese público, falto de tiempo y de preparación para leer obras extensas o de carácter crítico, como para enfrascarse en la ardua tarea de estudiar monografías e ir traduciendo luego, poco a poco, el conjunto de los resultados parciales, en conclusiones de alcance general; y también se han tenido en cuenta las necesidades de una gran masa escolar que cada día exige con mayor imperio, libros acomodados a los modernos principios de la historiografía y a los progresos indudables que la investigación ha realizado, de pocos años a esta parte, en lo que se refiere a la vida pasada del pueblo español.» Sin embargo, el éxito de su empresa y las sucesivas ediciones lo irán ampliando considerablemente, especialmente en el aspecto que más interés tiene para Altamira, la historia del derecho.

La obra tiene un valor considerable, a pesar de los límites que el propio autor se impone, ya que muestra el punto de partida de una tendencia que va a dominar junto con otras corrientes historiográficas durante el siglo XX. Pese a ello su repercusión fue limitada, y significativamente el momento de mayor fama de la obra se produjo cuando desde el punto de vista científico ya podía considerarse superada, en los años finales del franquismo y durante la transición. Influyó en ello la consecuente postura política que mantuvo a lo largo de su vida, y que le condujo al exilio tras la guerra civil. Este revival por motivos no historiográficos fue criticado por algunos historiadores que rechazaron dicha sacralización. Así, por ejemplo Antonio Domínguez Ortiz señalaba en 1965 de un modo que no deja de parecernos excesivo: «El texto es denso, amazacotado, los hechos no están expuestos con relieve y perspectiva. No se da el estado actual de las cuestiones. El estilo poco fluido (…); pero la información es amplia; ciertas materias fueron incorporadas por primera vez a una obra de este tipo, y en conjunto no se puede negar al señor Altamira el mérito de haber sido un precursor.»


Tomo I: Hasta el final del reinado de los Reyes Católicos.

Tomo II: Desde 1517 hasta 1808.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Sebastián Miñano, Diccionario biográfico de la Revolución Francesa y de su época

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Sebastián de Miñano y Bedoya (1779-1845) fue un destacado intelectual que desarrolló una sorprendente variada carrera en los conflictivos años de la revolución liberal española. Clérigo bastante secularizado de típica raigambre ilustrada, será sucesivamente patriota y afrancesado durante la guerra de la Independencia. Pero podrá volver a España sin problemas durante el sexenio absolutista, e impulsará su abundantísima producción literaria. Durante el Trienio Liberal se convertirá en exitoso periodista anticlerical, pero desencantado se volverá hacia los reformistas moderados opuestos a liberales y realistas radicales. Será entonces cuando publique su monumental Diccionario geográfico y estadístico de España y Portugal, en once volúmenes, antecedente y modelo del que con mayor éxito realizará, una generación más tarde, Pascual Madoz. En cualquier caso esta obra le proporcionará (además de algunas críticas) el ingreso en la Academia de la Historia, y la obtención de un puesto oficial en la Administración.

Pero la muerte de Fernando VII, el inicio de la guerra civil y el regreso de los liberales al poder relegarán a nuestro autor a un segundo plano. Y en estos años finales emprenderá la traducción de la monumental Historia de la Revolución Francesa, publicada en la década anterior por un joven Louis Adolphe Thiers, que ha consagrado los logros de la Revolución sin ocultar los abundantes excesos cometidos por los revolucionarios. Miñano sintoniza plenamente con este enfoque (en realidad, el liberalismo doctrinario de la época), y ocasionalmente establece paralelos con la revolución española; pero también se puede apreciar en sus notas un cierto desencanto, quizás fruto de la diferencia generacional entre los dos autores.

Pues bien, Miñano agregó a esta traducción abundantísimas notas biográficas, que en conjunto constituyen un completo catálogo de todos los personajes que participaron en este acontecimiento. Aunque aparentemente se propone esta tarea como un mero complemento de la obra de Thiers (a la que en ocasiones puntualiza o corrige), pienso que puede poseer interés como obra independiente, tanto por su contenido como por la visión personal del autor que trasluce. Por mi parte, me he limitado a reunir y ordenar alfabéticamente todas las notas esparcidas a lo largo de los doce volúmenes de la obra, y a titularlo Diccionario biográfico de la Revolución Francesa y de su época.

La carmagnole, grabado francés de 1792

viernes, 10 de octubre de 2014

Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912)

Retrato, por Vázquez Díaz
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Álvaro de Figueroa, conde de Romanones (1863-1950) es uno de los políticos más representativos de la denominada etapa de la Restauración, durante el reinado de Alfonso XIII. Perteneciente al partido Liberal, la izquierda dinástica, ocupó un gran número de puestos decisivos a lo largo de su carrera: alcalde de Madrid, presidente del Congreso y del Senado, distintos ministerios, y fue jefe de gobierno en varias ocasiones. Dejó la primera fila de la política con la dictadura del general Primo de Rivera, contra la que conspiró. Tras el restablecimiento de la legalidad constitucional formó parte del último gobierno de la monarquía. Con los resultados de las elecciones municipales de 1931, desaconsejó en la práctica la resistencia ante el comité revolucionario republicano y pactó la entrega del poder. Aunque fue elegido en las consecuentes Cortes, ya no desempeñó ningún papel político significativo a excepción de su defensa parlamentaria del rey exiliado.

Romanones ha quedado en la tan traída memoria histórica (es decir en los recuerdos un poco vaporosos de lo que una vez se leyó, que conservan los llamados creadores de opinión, tamizados por los intereses puntuales del presente) como el paradigma del político caciquil, corrupto y maniobrero, capaz de renunciar a sus principios (o a sustituirlos por otros de repuesto, como en la famosa cita). El juicio, posiblemente falso en su absolutismo descalificador, le acompañó sin embargo desde sus primeras pasos; por ejemplo, son numerosos los chascarrillos ―algunos bastantes antiguos― que se cuentan de su segunda campaña electoral, en la que se enfrentó a su hermano mayor, candidato conservador. Pero es que él mismo parece aceptarlos con cierta sorna y nos los cuenta, con un cinismo que parece querer desarmar moralmente al lector, en estos recuerdos de su vida, publicados por primera vez en 1928. Véase el siguiente ejemplo:

«Es lícito atender al interés particular de cada elector, e inútil pretender con ello engendrar la gratitud; ésta sólo dura lo que la esperanza de recibir nuevos favores. Cuando dejé la Alcaldía de Madrid, un periódico publicó el siguiente suelto: Ha presentado la dimisión el alcalde de Madrid, conde de Romanones. Mañana saldrá para Guadalajara un tren especial conduciendo a los empleados hoy cesantes de este Ayuntamiento y que por él fueron nombrados. El autor de este suelto quiso, sin duda, molestarme; fue, por lo contrario, un reclamo formidable, cuyas provechosas consecuencias duraron largo tiempo.»

En fin, un libro que desde una visión muy personal de la política y de la vida, nos ilumina numerosos rincones de esa España liberal que había alcanzado por fin una patente estabilidad, tardía pero comparable a la de los países de su entorno, también en su carácter oligárquico y corrupto. En estas condiciones la sociedad avanzó en numerosos aspectos: arrancó definitivamente la modernización de su economía, mejoró el nivel de vida, aumentaron las realizaciones culturales y al mismo tiempo la alfabetización... Pero los límites y fracasos de la Restauración condujeron también a una percepción del fracaso nacional, de la España sin pulso, sin brío, que escribió Silvela, percepción cada vez más generalizada, y a la propuesta de soluciones totalizadoras, de borrón y cuenta nueva. La sociedad mayoritaria tardará en asumir estos remedios mágicos, aunque transija con ellos mientras se refugia en la zarzuela que declina o el jazz que llega. Pero finalmente, en 1936, dos grandes minorías lograrán el triste pulso y el lamentable brío que arrojará a la sociedad española a un enfrentamiento que se quiso por todas partes definitivo.


Gobierno presidido por Romanones en 1918

sábado, 4 de octubre de 2014

Agustín Alcaide Ibieca, Historia de los dos Sitios de Zaragoza

Goya: Tristes presentimientos... (Desastres)

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Agustín Alcaide Ibieca (1778-1846) fue un zaragozano atraído por múltiples tareas: jurídicas las más (abogado-fiscal de la Inquisición, magistrado de la Audiencia de Valladolid, traductor de Guizot...), intelectuales muchas (profesor de Economía política, correspondiente de numerosas sociedades y academias...), políticas (con una Memoria sobre la acogida de Zaragoza al deseado Fernando en 1814, y unas Reflexiones Políticas cuya remisión será agradecida y encomiada ―parece que formulariamente― en agosto de 1820 por las Cortes del naciente Trienio Liberal)...

Sin embargo, será su participación en la famosa resistencia de su ciudad natal ante los ejércitos franceses, la que le dará ocasión de escribir su obra más destacada, de descriptivo y prolongado título: Historia de los dos sitios que pusieron a Zaragoza en los años 1808 y 1809 las tropas de Napoleón. Él mismo expresa cómo se lo propuso: «Apenas principió a desplegarse el entusiasmo aragonés, preví que iban a ocurrir sucesos de gran nombradía. Formé, pues, el plan de acopiar materiales, y me dediqué a inquirir y anotar para ir bosquejando el cuadro que tengo la satisfacción de presentar a mis compatriotas.» Se publicará en tres volúmenes, entre 1830 y 1831, dedicados a un Fernando VII próximo a su fin, con la difusión internacional de estos acontecimientos perfectamente asentada, aunque ya haya perdido parte de su valor propagandístico directo.

Su visión de los Sitios es, naturalmente, monárquica y religiosa y por tanto tradicional, con abundantes invocaciones a Fernando VII y a la Virgen del Pilar, que actúan como los verdaderos motores de la resistencia aragonesa y por extensión española. Pero al mismo tiempo en su discurso, acabado veinte años después de los acontecimientos que lo justifican, están presentes los nuevos valores que se han difundido, perfecta o contradictoriamente amalgamados (según gustos) con los tradicionales: nacionalismo, revolución, protagonismo del pueblo, patente interclasismo, y reconocimiento del papel que desempeñan las mujeres.

La obra es, naturalmente, encomiástica. Sin embargo Agustín Alcaide no siempre se centra en la mitificación del heroísmo de sus conciudadanos: están también presentes (aunque sea con brevedad) los abundantes excesos de las masas descontroladas, algunos ejemplos de aparente injusticia (como el diferente trato concedido en el primer y en el segundo sitio, a los defensores del cabezo de Buenavista en Torrero) y algunos errores en la dirección de la resistencia. Y un último rasgo de modernidad, junto a los abundantísimos documentos que transcribe, en el Suplemento final reproduce críticas y puntualizaciones que ha recibido sobre aspectos de los tomos anteriores, a las que da cumplida respuesta: una auténtica página de discusión.


sábado, 20 de septiembre de 2014

Flavio Josefo, Las guerras de los judíos

Supuesto retrato
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José hijo de Matías (ca. 37-100 d.C.), conocido en Roma como Flavio Josefo fue un escritor judío del siglo I. Educado en los círculos sacerdotales de su pueblo, todavía joven realizará un viejo a Roma para interceder por un grupo de rehenes. Poco después estallará la primera gran guerra judeo-romana, en la que desempeñará destacados puestos militares, como la defensa del enclave de Jotapata. Hecho prisionero por Vespasiano, se convierte en cliente de éste y luego de su hijo Tito, antes de su elevación consecutiva a la púrpura imperial. Asiste, pues, desde el ejército romano al final de la rebelión, con la toma de Jerusalén y la destrucción del Templo. Se justificará más tarde indicando que desde el principio había pronosticado el fracaso de la insurrección, aunque se había esforzado por cumplir las tareas que le habían encomendado las autoridades judías.

Ciudadano romano, pensionado y establecido en Roma desde el año 71, dedicará el resto de su vida a tareas literarias, para las que utilizará la entonces lengua internacional de la cultura, el griego, aunque se piensa que la primera redacción de la obra que proponemos fue realizada en su nativo arameo. Escribe Las guerras de los judíos, las Antigüedades judías, Contra Apión, y una apología de su vida que incluimos aquí como apéndice. Todas ellas obedecen a un mismo objetivo, la defensa de su pueblo de origen (de su historia, de su cultura, de su religión...) ante el mundo romano, que lo minusvalora cuando no lo desprecia. Pero lo hace desde la aceptación del universalismo helenístico y romano que ha triunfado, parece que definitivamente, en el mundo mediterráneo.

La repercusión de estas obras es considerable, y pronto serán traducidas al latín. Puesto que no se dirigen a los lectores judíos, no parece que éstos se interesen especialmente por ellas. Sin embargo las escasa referencias al naciente cristianismo (hoy todavía se discute en qué medida son originales o añadidos de copistas posteriores), asegurará su pervivencia entre los intelectuales de la naciente religión y sus sucesores, a través de numerosísimas copias. Como Josefo se documentó a fondo para redactar sus libros, utilizando todas las fuentes que le resultaron accesibles, se han conservado múltiples referencias e informaciones sobre la cultura judía, al margen de los libros canónicos de la Biblia, sobre los complejos equilibrios de poder en el Próximo Oriente, y sobre la conquista romana.

Robert Davis, Jerusalén bajo el fuego (XIX, litografía)